jueves, 2 de octubre de 2025

Homilía del cardenal José Cobo en la Eucaristía por el eterno descanso de Mons. D. José Antonio Álvarez, obispo auxiliar (01-10-25)


Queridos hermanos y hermanas.

Cuando esta mañana, entre el dolor y los silencios, esperábamos largas horas, se me venía a la cabeza el Evangelio que llama continuamente a la vigilancia: “Tened ceñida la cintura y encendidas vuestras lámparas” (Lc 12,35), y pensaba que podíamos incorporarlo esta tarde. Pero el ritmo de la Comunidad cristiana es más sabio y hoy el Evangelio del día recogía lo que estábamos viviendo y lo que hemos vivido. Recoge el mismo lema episcopal de José Antonio: “Sígueme”.

“Tened ceñida la cintura” nos recuerda esa actitud del que está listo, del que vive en vigilancia, del que no se acomoda ni se duerme en la rutina. Así ha vivido José Antonio: con la disposición constante al servicio, con prontitud para anunciar el Reino y con fidelidad en cada una de las etapas en que ha dicho “sí” a la llamada del Señor.

Ceñida la cintura para ir con el Señor

Hoy, mirando su vida, mirando lo que ha sembrado en esta diócesis de Madrid, hoy tiene un sentido muy especial. Ese “sígueme” resonó un día en lo más íntimo del corazón de José Antonio. Y él, con generosidad, lo dejó todo para ponerse en camino tras el Maestro entre la experiencia en la parroquia, en los cursillos o en los servicios que se le han pedido, hasta esta última etapa en que se ha incorporado al colegio apostólico.

A su manera, con sus dones, con sus fragilidades, con su alegría y con su eterna sonrisa, ha seguido a Jesús en esta diócesis de Madrid: sirviendo en la Eucaristía, anunciando el Evangelio con ardor, estando muy cerca de los sacerdotes y sintiendo por los sacerdotes. Siempre al servicio de los sacerdotes y ese servicio tan especial que siempre ha hecho: el silencio de las cosas bien hechas.

Jesucristo no promete seguridades ni comodidades, no asegura ni siquiera un lugar donde reclinar la cabeza. Lo que ofrece es algo más grande, algo que ha vivido José Antonio: la certeza de caminar con Él, la alegría de entregarse sin reservas. Esa ha sido su entrega y su vida, y así ha sido como se ha gastado, hasta la última tarde, hasta el último día, hasta la última llamada de teléfono.

Gastar, caminar, compartir con sencillez. Nuestro hermano la gastó, quizá más rápido de lo que hubiéramos querido, pero nos ha dejado esa frescura, ese entusiasmo y su sentido del humor, que cada mañana nos ayudaba a relativizar muchas cosas, como solo lo hacen los que aman de verdad.

Hoy, querido José Antonio, sentimos que este “sígueme” ha alcanzado la plenitud. Jesús te ha llamado de nuevo no para una misión en la tierra, sino para entrar en la vida definitiva. Y aunque a nosotros nos parezca demasiado pronto, demasiado duro, sabemos que es el Señor el que sabe el momento y la hora.

Nuestro hermano José Antonio se ha ido ya al encuentro del Padre, de la mano de Jesucristo, principio y fin de la historia, en el amor sin medida del Espíritu Santo. Estar con él ha sido un lujo, ha sido un regalo.

Su vida ha estado cimentada en el misterio de Dios, roca firme sobre la cual edificó. En él hemos compartido y descubierto su espiritualidad pascual, siempre hablando de Cristo resucitado, siempre hablando del amor de Dios. También hemos descubierto una profunda espiritualidad apostólica, alimentado en los pastores, en los curas de Madrid, en sus personajes cercanos como monseñor José María García de la Higuera, a quien siempre ha tenido cerca.

Podemos decir, con verdad, que José Antonio ha dado la vida para servir, y se ha ido sirviendo con sencillez y diciendo que el trabajo de cada día, hasta lo último que hizo ayer por la tarde, es importante. Nos ha enseñado a querer a la Iglesia. A sumar y no a dividir, a aunar, a acercar unos a otros para hacer avanzar la Iglesia.

Por eso hoy, mirando a su madre, podemos repetir con emoción: “Puedes estar orgullosa de tu hijo”. Damos gracias a Dios porque también él te va a ayudar ahora. Y te ayudaremos también nosotros porque él estará en Dios, y desde Dios estaremos más juntos.

Hermanos: hoy es un día duro. Hemos compartido mucho con José Antonio y su partida a todos nos quiebra. Pero la muerte de un cristiano, de un obispo, no es un fracaso, sino la culminación de este camino de seguimiento que él ha hecho y que nos lo deja abierto a todos después.

Por eso hoy Dios le llama y le ha abrazado. Su muerte es un abrazo del Señor que le ha dicho “sígueme” y, como él ha estado acostumbrado, en Él se ha entregado. Nuestra fe no se apoya en palabras vacías, sino en la certeza de que el sepulcro vacío es una promesa para todos los que creen en Él. Que cada espacio que deja vacío José Antonio, cada recuerdo, es una promesa para creer en el Resucitado y para experimentar que Dios le resucita.

Por eso, queridos hermanos, hoy damos gracias por la vida y el ministerio de José Antonio. Damos gracias por su servicio, por su entrega y el cariño compartido en la comunidad.

En este momento podemos decir con fe: el Señor está aquí, compartiendo y nuestro dolor. No nos quita las lágrimas, pero les da un sentido. No evita la muerte, pero la transforma en Pascua, en lugar de su presencia.

De su testimonio recibimos tres llamadas:

  1. Cuidarnos unos a otros. Somos un pequeño grupo de servidores que caminamos juntos. Somos vulnerables, somos barro. Pero “La vulnerabilidad nos recuerda que somos barro habitado por la gloria de Dios”. Cuidar a los sacerdotes, cuidarnos. Y a los sacerdotes os digo: cuidémonos entre nosotros, nos necesitamos.
  2. Buscar lo importante. En el día de hoy, entre abrazos, lágrimas compartidas, ese es el mensaje que nos hemos transmitido. La muerte siempre nos coloca ante lo esencial, sabemos que nos somos dueños absolutos de nuestra vida, de nuestros planes ni de lo que queremos hacer, dependemos del amor de Dios y del de los demás.

Hoy es la fe, la esperanza y la caridad la que nos sostiene. La fe, la esperanza y la caridad, vividas como José Antonio lo ha hecho, desde lo concreto y lo sencillo de cada día. Vivir lo importante, trabajemos por lo importante porque eso es lo que Dios acoge, lo hace eterno y lo abraza con su amor.

  1. Confiar en el Señor. Él da la fuerza. La fe no elimina el dolor, pero lo transforma en esperanza confiada. Esa es nuestra tarea ahora: vivir con esperanza, dejar que la semilla que José Antonio ha sembrado en nuestra diócesis, en toda la Iglesia, dé fruto.

Hoy es la esperanza la que se hace presente en esta Eucaristía que nos da vida. Acojámosla. Ella purifica nuestras lágrimas y nos recuerda que la muerte no tiene la última palabra, que el amor de Dios es más profundo que la tumba.

El Señor nos regaló la presencia de nuestro querido José Antonio, y ahora se lo lleva con Él. Podemos decir en verdad: todo viene de Dios y todo vuelve a Él. Y en el corazón de Cristo, que ha vencido el mal, el pecado y la muerte, ponemos la vida de nuestro hermano obispo.

Ahora nos quedan la fe, la esperanza y la caridad. Son las claves del seguimiento, el proyecto de Dios para nuestro mundo. Se viven cuando las cosas van bien, y más aún cuando nos parecen arrebatadas. Hoy pedimos al Señor que esa fe, esa esperanza y esa caridad se siembren de nuevo en nosotros por el testimonio de José Antonio.

José Antonio, que Cristo resucitado te reciba en su Reino. Y que nosotros, fortalecidos en la esperanza, sepamos decir “sí” y sigamos caminando tras las huellas del Señor como tú lo has hecho, hasta el encuentro definitivo con Él.

Que Santa María de la Almudena, que siempre te ha tenido bajo su manto, ahora te ayude, nos ayude a nosotros, ayude a tu familia, y nos haga responder en esperanza.

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