El sembrador sorprendido (Jn 12, 23-28)
Dicen que había un sembrador joven de corazón, que recorría
los campos con una bolsa llena de semillas. Cada mañana salía temprano, con
ilusión, y las iba lanzando en la tierra que encontraba: unas caían en la
cuneta, otras entre piedras, pero muchas encontraban buena tierra. Y el
sembrador sonreía al ver cómo la vida brotaba.
Un día, al amanecer, escuchó una voz que le dijo:
- Ha llegado la hora, deja tu saco y ven conmigo.
El sembrador miró sus campos. Todavía quedaban surcos por
sembrar, todavía tenía proyectos en su corazón, todavía quería ver más frutos.
Y con un nudo en la garganta respondió:
- Pero, Señor, aún no he terminado mi tarea.
La voz insistió, suave pero firme:
- No temas. Lo que sembraste es suficiente. Otros recogerán
la cosecha. Tú ven, sígueme.
Y el sembrador, con lágrimas en los ojos y esperanza en el
alma, dejó su bolsa. Dio un último vistazo a los campos y descubrió algo que
nunca había visto: allí donde había lanzado sus semillas, empezaban a crecer
flores y espigas que se multiplicaban más allá de su alcance.
Entonces comprendió que su misión no era verlo todo
terminado, sino confiar en que la vida que había entregado daría fruto en las
manos de Dios y en los corazones de su gente.
Y se marchó con el Señor, ligero de equipaje, sabiendo que sus
campos seguirían floreciendo.
Nosotros somos esos campos. Y contemplamos que la verdadera
vida brota, no en lo que vemos, sino en la capacidad de dejarnos transformar
por Dios. Hoy con esperanza presentamos la Esperanza del sembrador, que
sabe que estos surcos de su Iglesia seguirán floreciendo gracias a la
constancia de los sembradores y a la grandeza de las semillas.
Cercanía, misericordia y esperanza
El Evangelio que acabamos de proclamar nos ha presentado la
parábola del grano de trigo. Jesús, hablando de su propia muerte, nos
dice: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero
si muere, da mucho fruto”.
Esta es una Palabra que ilumina la vida y la muerte de todo
discípulo, y de un modo particular la de un obispo. Como apóstol, está llamado
a gastarse por completo, a dejarse consumir poco a poco por su pueblo. Como el
grano de trigo, se pierde a sí mismo para dar vida a los demás.
Eso ha sido nuestro hermano José Antonio. Su
vida ministerial –con sus fragilidades y sus grandes virtudes– ha sido un
camino de entrega, de siembra silenciosa, de sacrificio escondido. Un sí
continuo al “sígueme” que le dio al Señor, como su lema decía y como hemos
aprendido conviviendo con él.
Un obispo, un apóstol, no suele dejar grandes monumentos ni
logros visibles. Lo que deja son semillas: la Palabra predicada, los
sacramentos celebrados, las lágrimas compartidas, la fe transmitida. La gloria
no es la de la admiración del mundo, sino la de la cruz asumida. La gloria
auténtica brota desde el sacrificio, desde el amor que no se guarda, desde la
fidelidad pequeña y cotidiana, como vimos en su vida.
Pero nada de eso se entiende sin la pedagogía de la
semilla. La vida de cada uno de nosotros, solo se entiende desde
la lógica de la cruz y de la resurrección. En esa lógica José Antonio ha
ofrecido cada día lo que tenía: su tiempo, su salud, su corazón, su oración,
sus manos que bendecían, su forma de organizar y colaborar en la vida
diocesana, su forma de coger el Pan y repartirlo en la Eucaristía.
Y estas semillas solo se siembran con la artesanía de quien
mira a Cristo siempre como el primer sembrador, a costa de su vida. Así, hoy
tenemos al obispo José Antonio que, al estilo de Cristo, nos enseña a sembrar
desde la cercanía, la misericordia y la esperanza.
Cercanía a Dios en la oración, cercanía a su diócesis en la
vida diaria, cercanía a los hermanos sacerdotes en la fraternidad, a la vida
consagrada, al personal de la Curia.
Misericordia, porque los que hemos estado con él hemos
comprendido su tarea de no juzgar, sino de abrir caminos. Su forma de sonreír
ante la vida. Su forma de poner en su sitio las cosas importantes. Su forma de
tomar con humor lo que no merecía la pena.
Esperanza, porque su mirada no se queda en los problemas del
presente, sino que señala siempre hacia Cristo resucitado. “Lo que Dios
quiera”, decía continuamente. Y así ha sido.
Damos gracias porque en la vida de José Antonio hemos visto
reflejos de todo esto.
Vida sembrada
Lo que queda de un pastor no son sus cargos ni sus
títulos, sino las huellas de amor que ha dejado en su diócesis. Y esas
huellas son las que hoy nosotros recordamos y agradecemos hasta el punto de
percibir un gran misterio: José Antonio se ha sembrado en nosotros. Su
vida misma ha quedado y queda, por el misterio de la Resurrección, sembrada en
su Iglesia. Muere para nacer para la Vida eterna, y los frutos de su
ministerio siguen creciendo en quienes fueron tocados por su palabra, su perdón
y su presencia, porque todo ello venía de Jesucristo.
Ahora se siembra en el suelo, en el mismo suelo en el que se
postró el día de la ordenación presbiteral. Luego se sembrará en las entrañas
de esta catedral, casa madre de los cristianos de Madrid.
Al contemplar su ataúd ante el altar, sembrado en este
suelo, podemos sentir la misma certeza: El Señor no defrauda. La esperanza
en Él no queda nunca defraudada. Quien confía en Cristo resucitado no queda
jamás defraudado pues se inserta en el misterio del grano de trigo, en el
misterio de la Eucaristía, en el misterio de la Vida eterna, en Dios.
Esta es la fe y la Esperanza que hoy desde este suelo,
desde este surco de la diócesis y de la Iglesia, pedimos que se siembren hoy de
forma nueva. Queremos sembrarlas en:
- En
la vida de José Antonio. Su vida es un lugar desde donde Dios nos
habla y nos explica cómo caminar. La vida de un discípulo de
Cristo se mide en los surcos que deja en el corazón de la gente. Esos
surcos, hermanos, son los que hoy agradecemos: los gestos, los abrazos,
tantos detalles que estamos compartiendo y que nos sobrecogen. Eso es un
regalo de Dios para todos nosotros.Pedimos que Dios la acoja y lo lleve
por el camino de la Resurrección. Que, ya que ha actuado la muerte, el
Resucitado también actúe la Vida.
- Pedimos
que se siembre en cada uno de nosotros. Hoy es momento
para dejar que la vida de Jesús se manifieste por medio nuestro. La vida
tiene sentido porque viene de Cristo. Vida y muerte. Es buen momento
para preguntarnos, también cada uno de nosotros: ¿qué siembra dejo? ¿Qué
estoy sembrando ahora mismo? ¿Qué sembramos juntos? Es una buena pregunta
para hacerse y ver dónde está lo realmente importante. Todo terminará,
pero Él permanece y en Él podemos reconocer el sentido de la
vida. Queridos hermanos, la vida solo se gana cuando se entrega. Solo
se fecunda el corazón cuando se abre a los demás. La muerte, entonces, no
es un final absurdo, sino el momento en que la semilla comienza a germinar
en plenitud. Pidamos también cada uno de nosotros la gracia de vivir
con esa misma esperanza. Que no temamos gastar la vida en el servicio, que
no temamos ser grano que cae en tierra, porque sabemos que la Pascua de
Jesús es más fuerte que toda muerte, y hoy lo comprobamos.
- Fe y
esperanza que queremos sembrar, a través de José Antonio, en
nuestra iglesia de Madrid. Es momento de sentir la llamada a sembrar
juntos, por encima de nuestros planes y proyectos. Hoy es un buen día para
sembrar su vida en la diócesis y en la vida de nuestro
presbiterio. José Antonio ha sido fiel, ha sembrado su vida y su
ministerio, y ha trabajado para que la Iglesia sea comunidad abierta y
comprometida. Él siempre ha sido de aglutinar, de sumar y aunar. Por eso,
hoy recogemos su siembra, una siembra de tantos que nos dicen que vamos en
la misma barca. Una semilla que nos dice que, aunque somos débiles, Dios
está más allá de nuestros proyectos.
Gracias por tu siembra
El Dios de las sorpresas te ha arrebatado de este valle de
lágrimas y de tensiones en lo que nos parecía lo mejor de tu
ministerio. Pero lo mejor está por venir, según el designio de Dios. Ahora
tu ministerio se multiplica al estar tan cerca de Jesús. Sigue
intercediendo por los que amaste y por quienes te desgastaste.
Sigue cuidando a toda tu familia –especialmente a tu madre
Ángela– y a tus sacerdotes, y procura que el Señor siga convocando jóvenes para
pastorear a tu rebaño. Ahora estamos aquí, a punto de sembrar la vida de
nuestro hermano que se pone en nuestras manos. La muerte no tiene la
última palabra. El amor de Dios es más fuerte que la tumba.
El corazón de Dios ha vencido al mal y al pecado, y en ese
corazón ponemos hoy, sembramos, la vida de nuestro hermano obispo.
Pidamos al Señor que José Antonio, que tantas veces
pronunció en el altar las palabras “Este es mi cuerpo, que se entrega
por vosotros”, pueda ahora escuchar de Cristo la respuesta fiel: “Ven,
siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor”.
Descanse aquí en la paz del Resucitado con quienes nos han
precedido, y nosotros sigamos sembrando.
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